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Palestina - Enero 2009

El rol archirreaccionario
de las burguesías nacionales islámicas

Mientras el ejército sionista reducía a escombros la Franja de Gaza, asesinado a cerca de 1500 trabajadores y explotados, en su mayoría ancianos, mujeres y niños, las burguesías islámicas de Medio Oriente como Hizbollah o los ayatollahs iraníes y el gobierno de Ahmadinejad, se llenaban la boca con discursos amenazando al sionismo con que “Gaza iba a ser su tumba”, llamando a la “jihad” y demás.
Pero más allá de estos discursos encendidos prometiendo la “madre de todas las batallas –como ayer lo hiciera Saddam Hussein- no enviaron ni pusieron a disposición de las masas palestinas ni un fusil –ni hablar ya de misiles, en el caso de Hizbollah, ni de aviones, tanques y tropas del ejército iraní-, no han tocado una sola propiedad o interés imperialista en la región, ni han llamado a la clase obrera y las masas a hacerlo, y por supuesto, ni pensar en que armarán a las masas para transformar la heroica resistencia palestina, iraquí y afgana en una sola y única guerra nacional para destruir al estado sionista-fascista de Israel y para derrotar y expulsar a las tropas imperialistas de Irak, Afganistán y de toda de la región.
Es que no son más que sectores de las burguesías nacionales de los países semicoloniales de Medio Oriente –socias menores del imperialismo-, y el fundamentalismo islámico es el arma que tienen para impedir que el proletariado se organice en forma independiente, que se arme, que una sus filas en toda la región. Pese a ello, no logran impedir que, a través del propio movimiento islámico, se exprese, aunque en forma distorsionada, el justo odio y la creciente conciencia antiimperialista de los trabajadores y campesinos de Medio Oriente, del Magreb y del Asia Central.

El movimiento fundamentalista islámico fue impulsado por las potencias imperialistas para contener a la clase obrera y las masas de Medio Oriente ante el desgaste del nacionalismo burgués laico de la posguerra

El surgimiento del movimiento fundamentalista islámico fue impulsado con todo por las propias potencias imperialistas a partir de las décadas del ’70 y ‘80, justamente como mediación para contener y controlar a la clase obrera de las naciones árabes, ante el agotamiento y desgaste de las viejas direcciones nacionalistas burguesas laicas -como el Nasserismo en Egipto, como el Frente Nacional de Liberación en Argelia-, así como también de los Partidos Comunistas stalinistas.
Es que durante la segunda guerra mundial y en la inmediata posguerra, por las brechas abiertas por el enfrentamiento interimperialista se coló la lucha por la liberación nacional de las colonias de Medio Oriente y del Norte de África, que se expresaba y se continuó como un proceso de lucha y emergencia del joven y vigoroso proletariado de esas naciones. Aprovechando esas brechas abiertas por las disputas interimperialistas y la lucha revolucionaria de las masas, surgían los movimientos nacionalistas burgueses clásicos, como el Nasserismo en Egipto (el peronismo en Argentina, Getúlio Vargas en Brasil, el MNR en Bolivia, etc., fueron expresión del mismo fenómeno).
Estos movimientos eran la expresión de sectores de la burguesía nacional de esos países semicoloniales, es decir, oprimidos, riquísimos en materias primas como el petróleo o el gas. Esa burguesía nacional, que es mitad explotadora de su propio proletariado y mitad explotada por el capital financiero y los monopolios imperialistas -que se llevan la mayor parte de la plusvalía nacional y de la renta petrolera-, aprovechaban las brechas abiertas entre las distintas potencias imperialistas y la lucha de las masas para tratar de regatear una mejor tajada de la renta petrolera y de la plusvalía nacional. Para ello, utilizaban como chantaje la movilización y la lucha de la clase obrera y las masas y tomaron algunas medidas como la nacionalización del petróleo (eso sí, brindando a los monopolios expropiados jugosas indemnizaciones a los monopolios, que terminaron pagando con sangre y superexplotación las propias masas), mientras ejercían un férreo control sobre la clase obrera, estatizando sus sindicatos y con la colaboración del stalinismo.
Durante toda la década del ’50, y los primeros años de la del ’60, emergió entonces el nacionalismo burgués, dando lugar a gobiernos bonapartistas sui géneris, es decir, a gobiernos que hacen de árbitros entre los dos colosos que se enfrentan en las naciones semicoloniales: el imperialismo, y la clase obrera como caudillo de la nación oprimida. Por ello, estos gobiernos siempre duran un corto período: cuando la lucha revolucionaria de las masas amenaza su propiedad y su dominio, estas burguesías nacionales se alinean y se disciplinan rápidamente al imperialismo –que a veces utiliza algunos tiros y bombazos para disciplinarlas- para aplastarlas. Así, todos los movimientos nacionalistas burgueses de aquel período –el MNR en Bolivia, el peronismo en Argentina, el FLN en Argelia, etc.- son hoy fieles agentes del imperialismo.
Durante este período, las potencias imperialistas –y fundamentalmente el imperialismo yanqui, que había salido de la guerra como potencia dominante-, controlaba Medio Oriente, región clave en las rutas y reservas del petróleo, con sus dos principales gendarmes armados hasta los dientes, como eran el Estado sionista-fascista de Israel aplastando al pueblo palestino (insertado como una cuña entre el norte de África, la península arábiga y el Mediterráneo), y el régimen del Sha de Irán, Reza Pahlevi, controlando el paso entre Medio Oriente y el Asia Central, donde se encontraban las entonces repúblicas musulmanas de la URSS; a los que se sumaba la burocracia stalinista de la URSS que –después de haber apoyado la creación del Estado de Israel- contenía a los movimientos nacionalistas burgueses, como en Siria y en la India, para impedir que la clase obrera en su lucha por la liberación nacional terminara abriendo la revolución proletaria. Así se expresaba en Medio Oriente el pacto de Yalta –pacto de contención de la revolución mundial: mientras el imperialismo controlaba con sus gendarmes directos, la burocracia stalinista contenía la revolución proletaria apoyando a los movimientos nacionalistas burgueses para ayudar a controlar férreamente a la clase obrera.
A esto se sumaba la archirreaccionaria monarquía de Arabia Saudita –país donde se encuentra La Meca y otros lugares sagrados para el Islam-, a partir de la cual el imperialismo empezó a poblar preventivamente de mezquitas el Medio Oriente (recordemos que las escuelas coránicas, las “madrasas”, y la versión Talibán del Islam tienen su origen en el culto sunnita de la monarquía saudí, que las ha financiado generosamente). Este enorme dispositivo contrarrevolucionario para aplastar a las masas de Medio Oriente y controlar las rutas del petróleo fue la expresión en esa región de la “pax americana” de la posguerra.

Estrangulando la revolución iraní de 1979, el movimiento fundamentalista islámico mostró por primera vez hasta el final su rol antiobrero y archirreaccionario

Como hemos dicho, es fundamentalmente a partir de la década del ’70 que emerge el movimiento fundamentalista islámico como mediación para controlar a las masas ante el desgaste de los movimientos nacionalistas burgueses y su transformación en fieles agentes del imperialismo. Fue una respuesta a la lucha revolucionaria de las masas, en primer lugar, a la de la heroica clase obrera y el pueblo palestino que inició un levantamiento no sólo en Palestina, sino también en Líbano y Jordania, y se transformó en la vanguardia de la lucha antiimperialista y contra el Estado sionista gendarme.
Ese gran levantamiento palestino fue aplastado por el estado de Israel y su ejército sionista en Palestina; por la burguesía siria masacrando a ese pueblo en el Líbano; y por el rey Hussein en Jordania reprimiendo a sangre y fuego en los campamentos palestinos de ese país y dejando 20.000 trabajadores y campesinos asesinados. Mientras tanto, el imperialismo yanqui terminaba de disciplinar a la burguesía nacional egipcia que había tenido la osadía de nacionalizar el Canal de Suez, y comenzó a imponer el movimiento fundamentalista islámico para controlar a las masas.
Pero donde el imperialismo se vio obligado por primera vez a usar hasta el final el rol archirreaccioanrio de la burguesía islámica, fue frente a la grandiosa revolución el proletariado y las masas iraníes que en 1979 derrocaron al gendarme del imperialismo, el régimen del Sha, y pusieron en pie sus propios consejos de obreros, campesinos y soldados –los shora-, desbordando el control del Partido Comunista (el Tudeh) que, al igual que los PC de toda la región se había desgastado conteniendo la revolución durante toda la posguerra.
Es entonces que ese movimiento islámico –expresión de sectores comerciales y terratenientes de las burguesías nativas, con base social fundamentalmente campesina- que el imperialismo había venido alimentando preventivamente, emerge como una nueva mediación contrarrevolucionaria para impedir el triunfo de la revolución proletaria y aplastar a la clase obrera con métodos de guerra civil. Fue ese sector de la burguesía, encabezada por el ayatollah Khomeini, el que estranguló a la revolución iraní, masacrando con sus bandas armadas –los “mujaidines”, o “guerreros de Dios”- a más de 200.000 trabajadores, la flor y nata de la vanguardia revolucionaria de los consejos obreros (shoras).
Para terminar de aplastar a esa grandiosa revolución que había liquidado uno de sus principales gendarmes, el imperialismo yanqui montó nuevos dispositivos contrarrevolucionarios durante toda la década del 80: armó hasta los dientes a Saddam Hussein y a la burguesía del Partido Bath en Irak, para que aplastara primero la lucha de los obreros petroleros iraquíes y destruyera sus sindicatos, y para que lanzara una guerra fratricida contra Irán que le costó a esa país un millón de muertos más.

El papel del fundamentalismo islámico en los ‘80

Mientras, en la frontera oriental de Irán, usaba a Afganistán como tapón contrarrevolucionario para impedir que el impulso de la revolución iraní penetrara en la URSS por las repúblicas soviéticas musulmanas del Asia Central y terminara provocando la irrupción de la revolución política contra la burocracia stalinista que ya había iniciado un franco pase al bando de la restauración capitalista. Así, mientras Reagan y la Thatcher ponían en el Kremlin a su agente directo, Gorbachov, montaban, financiaban y armaban en Afganistán a la “guerrilla mujaidín” (los mismos Talibán, Bin Laden y compañía que después presentaron como su “enemigo número uno”), para provocarle una derrota al Ejército Rojo, desmoralizar a su base de soldados rojos, y terminar así de disciplinar a la burocracia stalinista para convertirla en su agente directo restauracionista.
Provocarle esa derrota al ejército rojo fue también la política consciente de Gorbachov y la burocracia del Kremlin que se habían hecho agentes directos de la restauración capitalista. El mito de un Afganistán inexpugnable fue levantado por los burócratas stalinistas para disimular que los soldados soviéticos, helados de frío y muertos de hambre, desertaban por cientos de miles, abandonando sus armas y sus tanques a manos de los mujaidín armados, entrenados, pagados y alimentados por la CIA. El Afganistán “inexpugnable” es un verdadero mito, porque esa guerra la podría haber ganado el estado obrero de la URSS casi sin balas, sólo con altavoces y propagandistas, si el Ejército Rojo hubiera sido el brazo armado de una dictadura del proletariado revolucionaria. Es decir, si hubiera triunfado en la URSS una revolución política; si los obreros y las masas soviéticas -comenzando por llamar a los soldados del Ejército Rojo a que, formando comités de soldados, revienten a la casta de oficiales restauracionistas-, hubieran tirado abajo a la burocracia, poniendo en pie nuevamente los soviets revolucionarios como avanzada de la revolución mundial. Porque sólo ese ejército podría haber expropiado a la burguesía afgana, en primer lugar la burguesía terrateniente (donde tiene su origen el Talibán, en ese momentos “guerrilleros mujaidines” entrenados por la CIA), nacionalizando la tierra y dándosela a los campesinos pobres y desposeídos, ganándose el apoyo de las masas explotadas con lo cual esos supuestos “terriblemente valientes”, “imbatibles” mujaidines no hubieran durado ni una semana.
Por ello, la criminal política militar del Kremlin en Afganistán, fue totalmente consciente, parte de un plan acordado con el imperialismo norteamericano e inglés; la derrota y desbande del ejército soviético fue fundamental entonces para reforzar su reciclaje y acelerar la transformación en burguesía de la burocracia restauracionista.
El régimen Talibán que se impusiera en los ’90 en Afganistán es entonces subproducto de ese triunfo contrarrevolucionario del imperialismo en Afganistán, triunfo que se fortaleció con la derrota y el aborto de los procesos que marcaban el inicio de la revolución política a partir de 1989 y la imposición de la restauración capitalista en los antiguos estados obreros; y posteriormente con el aplastamiento de Irak en la guerra del Golfo.
Así, si en los ’80 Afganistán había sido un tapón contrarrevolucionario para que la revolución iraní no impactara en las naciones musulmanas de la URSS, dando inicio en ellas a la revolución política; en 1989 y en los primeros años de los ’90, fue también un tapón, pero exactamente a la inversa: esto es, para impedir que la revolución política que se iniciara bajo la forma de la lucha nacional de los pueblos musulmanes del Cáucaso y el sur de la URSS –haciéndola estallar como cárcel de naciones que era-, terminara por contagiarse a la clase obrera y las masas explotadas de Medio Oriente, y en particular, a la heroica Intifada palestina.
Por eso, contra todos los revisionistas socialdemócratas usurpadores de la IV Internacional que cacareaban como estúpidos en los ‘90 que por la caída del aparato stalinista mundial el imperialismo se debilitaba y las masas tenían un hándicap a su favor para hacer la revolución, la emergencia del movimiento islámico dirigido por sectores de las burguesías nativas, por los ayatollas, los mullahs, ulemas, etc., como mediación contrarrevolucionaria para impedir la revolución de la clase obrera y las masas de Medio Oriente y todo el mundo árabe y musulmán, no hace más que confirmar que el capital financiero imperialista crea y recicla a cada paso nuevas y viejas direcciones burguesas, pequeñoburguesas, burocracias sindicales, pagadas y compradas, sin las cuales no podría mantenerse el dominio de un puñado de parásitos sobre los miles de millones de explotados.

Al calor de la crisis económica mundial de 1997-2001, entre las brechas abiertas por las disputas interimperialistas por las rutas del petróleo y por la emergencia de la lucha revolucionaria de las masas, resurgió un movimiento nacionalista burgués islámico

Así, los mismos Bin Laden o el Talibán que la propaganda imperialista presentaba y presenta todavía como el “enemigo público número uno”, no son sino esos sectores de las burguesías nacionales árabes islámicas que fueron utilizadas por el imperialismo para aplastar a la clase obrera y las masas de la región. Lejos de ser “atrasados y oscurantistas” son, como el Talibán, burguesía terrateniente; o como Bin Laden (ingeniero e hijo de un burgués contratista del estado saudí que se quedó en los años ’70 con todos los contratos para construir y mantener las mezquitas, los lugares sagrados del Islam y las bases norteamericanas) la expresión de una generación de hijos de los nuevos ricos surgidos al calor del boom petrolero de los ’70, a los que la monarquía saudí, en medio de la terrible crisis económica que sacudió a Arabia Saudita a fines del siglo XX y principios del XXI, desplazó de los negocios y de la posibilidad de ser socia menor del imperialismo.
A partir de 1997-2001, por entre las brechas abiertas por las disputas interimperialistas por el petróleo y el gas, y por la irrupción de la revolución palestina iniciada en 2000, asistimos entonces a la emergencia de sectores de las burguesías nacionales que intentan regatear con las potencias imperialistas y sus monopolios su tajada de la renta petrolera y gasífera, utilizando para ello como chantaje la movilización de las masas. Esto y no otra caso son Chávez y las burguesías “bolivarianas” de América Latina, y también las burguesías islámicas de Medio Oriente que, inclusive, a veces, usan como método los atentados terroristas, utilizando la sangre de sectores desesperados de sus propias masas como moneda de cambio de sus regateos con el imperialismo.
Vimos entonces, durante el primer lustro del nuevo siglo, nuevos intentos de imponer gobiernos bonapartistas sui géneris. Pero, a diferencia de los movimientos nacionalistas burgueses de la posguerra que se apoyaban en la clase obrera -y a la vez la controlaban férreamente-, hoy se trata, en particular en Medio Oriente, de burguesías terratenientes o desplazadas, con base fundamentalmente campesina.
El fundamentalismo islámico, aún en sus expresiones más extremas –como las ejecuciones y mutilaciones, en el caso del Talibán pero también en el caso de la archirreaccionaria monarquía wahabita de Arabia Saudita, cipaya de los yanquis-, no es más que la forma que adquieren los mecanismos de control y disciplinamiento por medio del terror hacia el proletariado de las naciones árabes y musulmanas, una clase obrera golondrina, que va de pozo petrolero en pozo petrolero, de país en país, superexplotada con salarios de hasta 10 centavos de dólar diarios por las empresas petroleras y las constructoras imperialistas y también por estas burguesías naciones cipayas que son sus socias menores.
Es la forma de mantener controlado a ese proletariado, uno de los más superexplotados del mundo. El rol archirreaccionario de la burguesía islámica –como se vio en las guerras de Irak, Afganistán y como lo vemos hoy en Palestina- es impedir que la lucha nacional y antiimperialista de los pueblos árabes se generalice y se extienda en una sola lucha revolucionaria; es impedir el armamento de las masas y que éstas ataquen la propiedad de los monopolios imperialistas. Prefieren incluso una derrota nacional a manos del imperialismo o de su gendarme sionista que impulsar la movilización revolucionaria de las masas, porque tienen terror a que esa lucha se transforme en revolución y guerra civil, poniendo en riesgo su propia propiedad y su dominio.
Y en segundo lugar, las burguesías nacionales son utilizadas a su antojo por las potencias imperialistas, como piezas de ajedrez en sus disputas por las materias primas, los mercados y las zonas de influencia, y también como dispositivos de control contrarrevolucionario. Así, por ejemplo, Gran Bretaña armó a Pakistán con la bomba atómica, mientras el imperialismo yanqui hizo lo propio con la India. Lo hicieron ya sea para empujarlas a usar ese poder nuclear uno contra la otra cuando sea necesaria una guerra fratricida –como la que ya impulsan en Cachemira, pero en gran escala- para aplastar revoluciones y disciplinar a las masas; o ya sea contra un tercer país, por ejemplo contra China, cuando su proletariado y su campesinado superexplotado por los monopolios imperialistas y por los nuevos mandarines burgueses restauracionistas, vuelva a levantarse dando inicio a la cuarta revolución china.
De la misma manera, hoy utilizan a la burguesía iraní chiíta y al régimen de los ayatollahs como garantes del control de las masas chiítas de Irak, para controlar la insurrección con las que los obreros de Basora derrotaron a las tropas cipayas del ejército “iraquí” a principios de año, para sostener el régimen del protectorado y jugar así el papel de una pieza clave en el plan del imperialismo yanqui de retirarse ordenadamente de Irak y concentrar todas sus fuerzas en Afganistán, como explicamos en la declaración internacional que publicamos en el cuerpo central de Democracia Obrera Nº 34. Lo mismo vemos en El Líbano, donde Hizbollah no sólo apoya la permanencia de las tropas imperialistas de la ONU en el sur de ese país, sino que se ha integrado con ministros al gobierno de Siniora –un agente directo del imperialismo yanqui.
Es por esto que ningún sector de las burguesías nacionales de los países oprimidos, semicoloniales o coloniales, puede llevar hasta el final la lucha por la independencia nacional y por derrotar al imperialismo: sólo el proletariado como caudillo de la nación oprimida puede realizar íntegra y efectivamente los fines democrático-revolucionarios que la burguesía ya no puede resolver –es decir, la ruptura con el imperialismo y la revolución agraria-, derrocando a las burguesías nacionales cipayas, sean islámicas o laicas “bolivarianas”, e instaurando gobiernos obrero-campesinos apoyados en la autoorganización y el armamento generalizado de la clase obrera y las masas, que rompan con el imperialismo, nacionalicen la tierra, y expropien a los monopolios imperialistas y a las propias burguesías nativas.

 

 

 


Revolución iraní de 1979


Intifada palestina

 


 

 

 

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